LAUREÀ MIRÓ
Nuestra sociedad comienza ya a sufrir las consecuencias del cambio climático producido por el hecho de haber sobrepasado ampliamente nuestras posibilidades de crecimiento, y en las próximas décadas deberemos enfrentarnos a una crisis de nuestra civilización de proporciones difícilmente concebibles. Nuestra voracidad sobre el medio natural no tiene límite, y no somos conscientes de que nuestro bienestar —y nuestra propia supervivencia— dependen totalmente de la biodiversidad existente en selvas, montañas, mares y sabanas. Estamos rodeados de una miríada de seres vivos maravillosos que tratamos con total desconsideración, ignorando todo interés o necesidad que no sea estrictamente humana, y nos hemos arrojado a una espiral consumista y de comodidades que está basada en la destrucción del espacio que compartimos con el resto de especies.
Aunque nos cueste aceptarlo, no será posible mantener el tren de vida que llevamos en los países desarrollados, y deberemos admitir que nuestra movilidad, nuestra dieta y nuestra manera de producir y consumir bienes tendrán que cambiar radicalmente. Por descontado, nuestra forma de construir edificios y de vivir en ellos también tendrá que sufrir cambios primordiales.
En este sentido, los consultores de estructuras tenemos una especial responsabilidad. El 8 % de las emisiones de gases de efecto invernadero son producidas por la fabricación de cemento, y los requerimientos energéticos de la producción de acero, aun teniendo en cuenta la parte que actualmente se recicla, son inasumibles. Somos un tipo de profesional que, si bien no participamos directamente en la toma de decisiones sobre qué inversiones en edificación o infraestructuras deben realizarse, sí somos responsables del diseño de las estructuras que se ejecutan. Nuestras decisiones y, en especial, nuestros consejos al resto de agentes de la construcción, pueden marcar un acusado hecho diferencial en la sostenibilidad de las obras. A nosotros se nos escucha, y nuestra opinión se toma muy en serio por parte de proyectistas, promotores, propietarios y administraciones públicas y, en los tiempos que nos ha tocado vivir, esto implica una importante responsabilidad.
En primer lugar, debemos tener presente que, independientemente de los muy loables esfuerzos de la industria para producir de una forma más sostenible, hay que construir menos. Recuerdo que durante la crisis energética de los años 70 se puso en marcha una campaña publicitaria institucional bajo el lema «Aunque usted pueda pagarlo, España no puede», y creo que deberíamos recuperar su espíritu: aunque por ahora se pueda pagar, el planeta no puede asumir ninguna nueva construcción que no sea estrictamente imprescindible. Este criterio, que a priori puede parecer que va en contra de los intereses de nuestra profesión, es en realidad una oportunidad apasionante: nuestro parque de edificaciones e infraestructuras es tan extenso que deberíamos ser capaces de ir adaptando, rehabilitando y reutilizando tanto como sea posible. Cualquier derribo debería ser considerado un fracaso colectivo, salvo que esté plenamente justificado desde un punto de vista social y medioambiental. Los consultores de estructuras deberíamos tener una formación lo más amplia posible en rehabilitación y gestión de las estructuras existentes, y de esta forma poder aconsejar con conocimiento de causa sobre las alternativas reales a cualquier derribo y reconstrucción, así como para facilitar las modificaciones o alteraciones (razonables) que resulten necesarias en edificios existentes.
Otro aspecto, en el que los consultores de estructuras deberíamos tener la mente abierta y reciclarnos formativamente, es en relación a las tipologías de estructura más sostenibles. Si bien cada vez existen más soluciones tecnológicas a las que deberíamos prestar la máxima atención, no debemos olvidar que los sistemas constructivos tradicionales a menudo ya eran mucho más sostenibles que los actuales, como por ejemplo la construcción con bóvedas, madera o con paredes de fábrica, piedra o incluso tierra. No está de más aprender de cómo construían y vivían nuestros abuelos y, quizás, podríamos incluso abrir el debate de hasta qué punto sería factible reducir las prestaciones actuales que no afectan a la seguridad o la eficiencia energética; como por ejemplo, las relativas a deformaciones o vibraciones.
Con frecuencia, no obstante, deberemos resolver estructuras convencionales de hormigón o acero para edificaciones de nueva planta, y deberíamos estar preparados para tratar también estos casos con el máximo respeto medioambiental posible. Todos nosotros hemos adquirido experiencia y conocimiento al ahorrar costes para nuestros clientes y, en gran medida, esto significa un ajuste del consumo de materiales que favorece la sostenibilidad. Pero deberíamos ir más allá y ser capa- ces de valorar explícitamente las repercusiones medioambientales que presenta cada tipología estructural, cada diseño concreto, cada elemento constructivo. Solo de esta forma podremos poner en valor, por ejemplo, una reducción de materiales a costa de un incremento de mano de obra o la elección de una determinada tipología frente a otra de coste similar o ligeramente superior, evidentemente siempre de forma honesta y transparente. En este sentido, deberíamos aprender a realizar análisis básicos del ciclo de vida de una estructura y de la cantidad de gases de efecto invernadero que esta supone, de forma que podamos comparar diferentes soluciones y aconsejar a nuestros clientes sobre las opciones menos lesivas.
El reto que tenemos delante como sociedad es mayúsculo y, en estos momentos, las acciones a emprender deberían ser inmediatas y contundentes. Si todos nos ponemos manos a la obra, no obstante, conseguiremos amortiguar el golpe.